viernes, 2 de mayo de 2014

La Semana Santa según Sevilla.

          La esperábamos, más bien contábamos ansiosos los días de la Cuaresma que iban pasando. Parecía tan lejana que aunque se iba acercando, aún no llegaba. Sevilla se engalanaba para vivir una fecha única, en la cual iba a recibir al Rey de Reyes, pero resulta que su Reino no es de este mundo. Alejados barrios le mostraban el camino hacia la antigua cerca que defendía la urbe. Ya se intuía la hora, Él se aproximaba y toda la ciudad bullía a su encuentro, como si al doblar cualquier esquina lo vieras de frente mientras alguien, a tu lado, te indicara: "Es Él, el Nazareno", y otro afirmara que ahí estaba el Hijo de Dios. No podías creerlo, pero ya estaba ante tus ojos, que mantenías abiertos con dificultad por el resplandeciente sol que no dejaba de iluminar el rostro del Salvador.





Y precisamente desde la Iglesia que lleva dicho nombre, Él iniciaba su semana de la Pasión. "Dejad que los niños se acerquen a mí", y blancos nazarenillos lo recibían con hojas de palmas. Mientras instantes después veías que Él ya sabía lo que iba a ocurrir mientras compartía la Última Cena con sus discípulos, no hace falta que le señales con el dedo a Judas Iscariote, Él ya lo ha advertido, al igual que las negaciones de San Pedro. Aún así acude al Monte Getsemaní, repleto de olivos que aquí se confunden entre la Alameda. El mismo huerto, distintas collaciones, Santiago, calle Feria o San Andrés. Ya apresado, tan sólo le quedaría esperar que todo se cumpliera, y así le veremos Cautivo y siendo juzgado ante Herodes Antipas, ante los miembros del Sanedrín,  y ante el gobernador Poncio Pilato, transitando en pleno abandono por los diferentes lugares de esta particular Jerusalén hispalense, Él acató su Sentencia. Y tú seguías atravesando las calles de la ciudad para encontrarte nuevamente ante Él, pero aún así no le ofreciste tu ayuda. Observaste como esos romanos, llegados del otro lado del río, le flagelaban de forma exagerada, le coronaron de espinas y se mofaban, un dolor que provoca un Valle de Lágrimas en las Tristezas de su Madre, nuestra Madre María Santísima, la que sufrió los Siete Dolores por su Hijo.


Allí siempre estaba Ella, fueras donde fueras la encontrabas llorando por su Hijo, que iniciaba su recorrido por la Vía Dolorosa cuando en un soleado y centenario parque le daban la Cruz que Él abrazó en absoluto Silencio para cargar todo el camino hasta el Gólgota. Sudor y Sangre quedan impregnados en el paño con el que la Santa Verónica limpia su Faz. Está sufriendo su Pasión, pero camina bien con un paso racheado desde San Lorenzo o San Vicente o algo más pausado desde el antiguo Convento del Valle o las calles de San Nicolás, señal inequívoca de que las Penas que padecía le provocarían hasta Tres Caídas. En esos instantes una fría perplejidad te sobrecogió cuando un soldado romano se aproximaba para finalmente, agarrar al hombre que junto a sus dos niños estaba a tu lado. Era un tal Simón de Cirene, al que conocían por los barrios de San Roque, Triana y San Isidoro, quien resultó elegido para que ayudara a portar la Cruz.



De esta forma llegaron al Monte Calvario, donde tú ya esperabas entre la multitud, y donde también estaban la Virgen María, acompañada de las Tres Marías. Allí Él fue Despojado para que los soldados romanos se rifaran su Túnica, mientras esperaba con Humildad y Paciencia que áquellos hombres llegados de Triana se prepararan para clavarlo en la Cruz.



Y así quedó clavado, hablando con Dios Padre, entre Dimas y Gestas.  Mientras, tú que sobrellevabas las altas temperaturas con agua fresca, permitiste que le acercaran vinagre a sus labios cuando tuvo Sed e imploraba Misericordia ante el Amparo de su Madre. De repente notaste como ese sofocante calor te abrumaba cuando llegaba su Expiración, la que extremecía las dos orillas de esta ciudad. Se apresuraba el Sábado en el calendario judío, cuando alguien te apartó con fuerza para abrirse paso entre la muchedumbre. Un centurión romano, de nombre Longinos, atravesó su costado con una Lanzada por cuya herida brotaron Aguas, era su Buen Fin, la Buena Muerte por nosotros, pero al propio soldado arrepentido no le quedó más que arrodillarse ante Él y rogar por nuestras Almas a los pies de la Santa Cruz, como hacía Mª Magdalena y demás allegados Desconsolados que le procuraban el Descendimiento para entregárselo a la Virgen María. Fue entonces cuando viste su Mayor Dolor y su Piedad reflejada en su rostro. De este modo le colocaron el Santo Sudario con el que cubrir las Cinco Llagas de su cuerpo, y amortajado trasladarlo al Sepulcro que José de Arimatea poseía en un lugar cercano. Las dieciocho personas que quedaban intentaban la Consolación de María Madre de la Iglesia, tú te ibas alejando, sabías de los Dolores de María, que allí permaneció en su Soledad.


Meditando por todo lo que habías vivido, te quedaste dormido, cuando algo te despertó. Te apresuraste a la calle y un murmullo recorría el aire fresco del Rocío en la Aurora de la mañana. En el camino viste como algunos soldados romanos corrían nerviosos por las collaciones de San Gregorio, San Marcos y Santa Marina, mientras las Tres Marías y los discípulos también anunciaban y lo que habías oído cuando despertaste. Efectivamente llegaron al lugar donde horas antes había sido el Santo Entierro y Él no se encontraba allí, Jesús Hombre Salvador había Resucitado tras entregar su vida por Amor para el perdón de nuestros pecados, y afortunado de ti que en estas calles presenciaste que Jesucristo subió a la Gloria de los Cielos sevillanos.


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